Elisa caminaba automáticamente por la noche, girando en una esquina y en otra para atajar hasta llegar a casa de Víctor. Sin embargo, en los últimos meses, cambiaba constantemente de ruta en busca de algo que no sabría decir qué era. Carlos estaba cenando solo en la barra de un vietnamita que daba a la calle cuando la vio pasar. Sólo fueron unos segundos, pero quedó prendado de ella. Por eso siguió yendo a cenar allí todos los martes de todas las semanas, esperando que volviera a pasar por esa esquina. Pero Elisa nunca repitió ese camino ningún martes de ninguna semana. Él seguía cenando allí hasta que olvidó el motivo de esa rutina semanal y acabó por aborrecer la comida vietnamita. Ese rasgo era compartido por Luisa, así que cuando empezaron a salir vetaron los restaurantes de comida asiática.
Elisa se ponía triste siempre que recordaba el pasado. "Cualquier tiempo pasado fue mejor". Esa tristeza se reflejaba en sus ojos, que se ponían vidriosos y se quedaban vacíos como los de una muñeca de porcelana. Le sucedía especialmente cuando pensaba en Víctor y el declive de su relación. Sabía que él buscaba experiencias nuevas con cualquier mujer que se cruzaba en su camino, pero ella prefería mirar hacia otro lado. Cuando hacían el amor notaba el olor de otras en su piel y cabellos de un color y una longitud distinta de los suyos. Por eso se ponía triste y Víctor tenía que mirar hacia otro lado cuando iba a correrse porque no soportaba esos ojos de muñeca de porcelana que le recordaban que había muerto todo atisbo de pasión en ella.
Toda la pasión que le faltaba a Elisa, Víctor la encontraba en Marta. Le encantaba perderse en la inmensidad de esos ojos verdes que parecían llamear cuando follaban. Confundirse con su melena negra y lacia que se expandía por el colchón como si quisiera conquistarlo todo a su paso. Con ella todo era fácil. Ni siquiera le exigía que dejara a Elisa como hacían las otras, porque ella también tenía una relación absurda que la estaba destruyendo poco a poco. Tal vez lo que más les unía era la cobardía que les impedía cambiar de vida, dejar todo lo que conocían para adentrarse en lo desconocido.
Elisa también tenía miedo. O no. Ni siquiera sabía lo que sentía. Ese podría ser su mayor problema, que había dejado de sentir. Por eso sus ojos se vaciaban de vida cuando se ponía triste. Sin embargo, el que no sintiera no significaba que estuviera muerta. Sólo necesitaba una pequeña o enorme llama que encendiera la mecha que había escondida dentro de ella.
Un día, en su camino hacia casa de Víctor, se topó con una pareja que discutía a voz en grito. Entre los múltiples aspavientos que hacían esos dos desconocidos, el chico agarró la melena negra de la chica. Elisa quedó frente a ella, inmóvil, sin saber que hacer. No podía apartar la mirada de esos ojos verdes que mezclaban una rabia incontenible con una resignación demasiado pesada para una mujer tan bella. Se identificó con esa rabia, porque era la misma que ella sentía ante su pasividad. Les dejó allí con su pelea y empezó a caminar durante horas. Las lágrimas caían a raudales mientras sacudía sus brazos, hasta que se desprendió de toda esa rabia que representaba su conformidad.
Nunca volvió a casa de Víctor y tampoco le llamó. Él no intentó ponerse en contacto con ella ni se preocupó por lo que podría haber pasado para que no apareciera esa noche. Simplemente sus caminos se separaron. Podrían volver a cruzarse o no. Podrían cruzarse con otras personas que no les hicieran sentirse vacíos.
Lo importante no es con quien nos cruzamos, sino a quien decidimos encadenarnos (o desencadenarnos). ;)
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