viernes, 28 de diciembre de 2012

Feliz 2013: Y no se acabó el mundo

El 2012 ha sido un año lleno de cambios para mí, tanto para bien como para mal. Y ahora hago el típico repaso al que incitan estas fechas y me doy cuenta de que la vida siempre sigue sin esperar a nadie ni preguntar lo que queremos o dejamos de querer. Tal vez sea mejor así. Yo no me puedo quejar porque siento que estoy en uno de los mejores momentos de mi vida y no quiero que acabe. No quiero que el fin de mi mundo espere a 2013, pero doy gracias porque no terminara este año.

Los primeros meses de 2012 estuvieron llenos de expectativas y miedos. Unos nervios con los que tuve que aprender a convivir día a día hasta que en marzo obtuve la recompensa por todas las horas de trabajo y sacrificio. Supuso un antes y un después en mi vida porque conseguí aquello por lo que llevaba luchando dos años y medio. Desde los dieciocho años quería ser lo que soy y aunque no me define como persona, sí que ha pasado a ser una parte de mí muy importante.

Después todo fueron viajes y reencuentros con personas a las que tuve que dejar un poco de lado para llegar al punto en el que estoy, pero que me recibieron con toda la alegría del mundo. Empecé a vivir de nuevo con unas ganas renovadas. Volver a tener tiempo para mí o para no hacer nada. Incluso llegar a tener que decir que no cuando una persona que lo era todo para mí quiso volver a mi vida, pero mi vida ya no era la misma y el hueco que creí que siempre sería para él se había hecho tan pequeño que ya apenas cabía.

Pero todo en la vida tiene su parte mala y siempre habrá algo que enturbie la alegría compartida por todos. En verano nos dejó una persona muy querida. No podría calificarle como un segundo padre, pero a veces me parecía como el abuelo que nunca tuve (ambos fallecieron cuando era muy pequeña) porque me mimaba como si lo fuera. Me buscaba como su cómplice para discutir con mi padre y mi hermana y le encantaba traerme recortes sobre noticias que podían interesarme. Le recuerdo especialmente ahora porque no le he visto llegar el día de Navidad para preguntarnos qué nos ha regalado Papá Noel y voy a odiar el momento de Nochevieja cuando llamemos para gritar "feliz año nuevo" y no esté al otro lado del teléfono. Tuve la suerte de cuidarle los últimos meses. Algo tan sencillo como darle sus pastillas todos los días y disfrutar de lo alegre que se ponía al verme. Así que tal y como dije en su día y pusimos en su corona de flores: El cementerio está lleno de gente imprescindible.

Sin embargo, todo sigue y no importa si estamos tristes o no porque la vida no espera a que nos repongamos. El verano llegó a su fin y casi di gracias por ello porque también perdí, en otro sentido, a una persona que había sido muy importante para mí. Simplemente nuestra amistad no daba para más y siento si no hice bien las cosas al final, pero el resultado hubiese sido el mismo. Me quedaré con los buenos momentos que fueron muchos, pero los años no lo justifican todo y a veces hay que decir basta.

Cambio de ciudad, cambio de amigos, cambio de vida... La gente que merece la pena permanece. Es algo que sólo aprendemos con los años. Ahora tengo mi propio piso y he conocido a personas increíbles que me hacen sonreír de una forma que ni recordaba. Por eso sé que me va a doler muchísimo separarme de ellos cuando esto acabe en junio, pero estoy segura de que no perderemos el contacto porque nos hemos vuelto partes fundamentales los unos en las vidas de los otros. Recuperas la ilusión sin darte cuenta y a pesar de que parecía algo imposible y me había resignado a ello. Toca Navidad y no quieres volver a casa con la familia o, más bien, quieres llevártelos a todos contigo.

Así que llega fin de año y todo está tan bien que da miedo. El día que se suponía que tenía que acabar el mundo estaba con esas personas y me reía de lo absurdo de esa idea. Pero ahora no puedo dejar de pensar que nuestro mundo se va a acabar un 13 de junio del próximo año y que no quiero que pase. Sólo espero que haya un nuevo big bang y que el nuevo mundo sea igual de bueno que el anterior. Mientras tanto, ¡feliz 2013 a todos!

lunes, 24 de diciembre de 2012

Crúzate conmigo

Elisa caminaba automáticamente por la noche, girando en una esquina y en otra para atajar hasta llegar a casa de Víctor. Sin embargo, en los últimos meses, cambiaba constantemente de ruta en busca de algo que no sabría decir qué era. Carlos estaba cenando solo en la barra de un vietnamita que daba a la calle cuando la vio pasar. Sólo fueron unos segundos, pero quedó prendado de ella. Por eso siguió yendo a cenar allí todos los martes de todas las semanas, esperando que volviera a pasar por esa esquina. Pero Elisa nunca repitió ese camino ningún martes de ninguna semana. Él seguía cenando allí hasta que olvidó el motivo de esa rutina semanal y acabó por aborrecer la comida vietnamita. Ese rasgo era compartido por Luisa, así que cuando empezaron a salir vetaron los restaurantes de comida asiática.

Elisa se ponía triste siempre que recordaba el pasado. "Cualquier tiempo pasado fue mejor". Esa tristeza se reflejaba en sus ojos, que se ponían vidriosos y se quedaban vacíos como los de una muñeca de porcelana. Le sucedía especialmente cuando pensaba en Víctor y el declive de su relación. Sabía que él buscaba experiencias nuevas con cualquier mujer que se cruzaba en su camino, pero ella prefería mirar hacia otro lado. Cuando hacían el amor notaba el olor de otras en su piel y cabellos de un color y una longitud distinta de los suyos. Por eso se ponía triste y Víctor tenía que mirar hacia otro lado cuando iba a correrse porque no soportaba esos ojos de muñeca de porcelana que le recordaban que había muerto todo atisbo de pasión en ella.

Toda la pasión que le faltaba a Elisa, Víctor la encontraba en Marta. Le encantaba perderse en la inmensidad de esos ojos verdes que parecían llamear cuando follaban. Confundirse con su melena negra y lacia que se expandía por el colchón como si quisiera conquistarlo todo a su paso. Con ella todo era fácil. Ni siquiera le exigía que dejara a Elisa como hacían las otras, porque ella también tenía una relación absurda que la estaba destruyendo poco a poco. Tal vez lo que más les unía era la cobardía que les impedía cambiar de vida, dejar todo lo que conocían para adentrarse en lo desconocido.

Elisa también tenía miedo. O no. Ni siquiera sabía lo que sentía. Ese podría ser su mayor problema, que había dejado de sentir. Por eso sus ojos se vaciaban de vida cuando se ponía triste. Sin embargo, el que no sintiera no significaba que estuviera muerta. Sólo necesitaba una pequeña o enorme llama que encendiera la mecha que había escondida dentro de ella. 

Un día, en su camino hacia casa de Víctor, se topó con una pareja que discutía a voz en grito. Entre los múltiples aspavientos que hacían esos dos desconocidos, el chico agarró la melena negra de la chica. Elisa quedó frente a ella, inmóvil, sin saber que hacer. No podía apartar la mirada de esos ojos verdes que mezclaban una rabia incontenible con una resignación demasiado pesada para una mujer tan bella. Se identificó con esa rabia, porque era la misma que ella sentía ante su pasividad. Les dejó allí con su pelea y empezó a caminar durante horas. Las lágrimas caían a raudales mientras sacudía sus brazos, hasta que se desprendió de toda esa rabia que representaba su conformidad.

Nunca volvió a casa de Víctor y tampoco le llamó. Él no intentó ponerse en contacto con ella ni se preocupó por lo que podría haber pasado para que no apareciera esa noche. Simplemente sus caminos se separaron. Podrían volver a cruzarse o no. Podrían cruzarse con otras personas que no les hicieran sentirse vacíos.


jueves, 5 de julio de 2012

Estatuas de sal

No podía dejar de mirar los ojos vacíos de la estatua de mármol de Atenea, como si produjeran en ella una fuerza irresistible. Esa mirada la hacía sentir insignificante y sola, como si le quitara toda su felicidad para dejarla igual que las cuencas de esos ojos: vacía. Miró hacia un lado y hacia el otro. Estaba rodeada de estatuas de mármol de grandes emperadores y dioses griegos que parecían juzgar su insignificancia desde sus enormes pedestales.

Su respiración se aceleró, al igual que los latidos del corazón. Parecía que no le llegaba suficiente aire y todo giraba demasiado deprisa a su alrededor. Quiso sentarse en el suelo, pero no podía apartar la mirada de esos malditos ojos de Atenea, hasta que todo se volvió demasiado oscuro. Posiblemente, había sido absorbida por ellos.

Se despertó tumbada en el suelo y sintió que estaba empapada en su sudor. Un grupo de extraños la rodeaban y un señor muy amable le preguntaba si se encontraba mejor. Sí, sólo ha sido otro ataque más a causa de mi mortalidad, de mi existencia finita. Cada vez son más frecuentes.

martes, 8 de mayo de 2012

Mi filmoteca particular: Los juegos del hambre

Hace unos días fui a ver, con pocas esperanzas, la película Los juegos del hambre. He de reconocer que no me he leído el libro de Suzzanne Collins en el que se basa, aunque me han informado de que la adaptación es bastante buena pese a ciertas omisiones que no quedan muy claras en el largometraje.

Salí del cine bastante contenta, porque me gustó la historia y la forma en la que la contaban. Debería admitir el hecho de que tengo ganas de saber qué sucede en la segunda y tercera parte. Los actores son correctos, destacando Jennifer Lawrence en el papel de Katniss Everdeen, también conocida como la chica en llamas durante los juegos del hambre. Puede parecer una desconocida para el público en general, pero lo cierto es que ya se está haciendo un hueco en Hollywood y no ha pasado desapercibida para los críticos, tal y como demuestra su nominación a los Óscar por Winter's Bone.

En todo caso, mi intención no es hacer una verdadera crítica sobre la película, sino más bien  hablar de una idea que me rondaba por la cabeza durante su visionado. En líneas generales la trama trata la existencia de un poder central conocido como el Capitolio y un total de doce distritos que tienen que pagar un tributo anual (consistente en un chico y una chica entre 12 y 18 años) como castigo por haberse sublevado contra el primero. De los veinticuatro participantes en estos juegos sólo puede quedar uno, por lo que deben sobrevivir a las condiciones extremas a las que se ven sometidos y evitar que los demás les maten. Para los ciudadanos del Capitolio es una auténtica diversión y apuestan por unos y otros participantes como si de animales se trataran. 

Sorprende el  hecho de que la historia se desarrolle en los septuagésimo cuartos juegos, ya que admitían con sumisión el sacrificio de sus jóvenes. Por eso no paraba de pensar por qué no se rebelaban contra el poder central, ya que a todo ello se unía el hecho de que vivían en una extrema pobreza. A su vez, relacioné esta idea con la trilogía El Imperio de Isaac Asimov donde también existen una serie de planetas sometidos a otro, pese a que ellos tienen las materias primas que necesitan los demás para sobrevivir. 

En la película, el distrito once se subleva cuando muere una de sus participantes, aunque en el libro no ocurre lo mismo. Supongo que tienen que llegar a tocarte esa fibra sensible que parece que has perdido, junto con la capacidad de quejarte o de sentir las penurias y la opresión a la que están sometidos. Rememoré una clase en la Universidad en la que nos hablaron de un campo de concentración (siento no recordar el nombre) en el que un judío que estaba cortando leña con un hacha decidió abrirle con ella la cabeza a uno de los soldados nazis y todos sus compañeros siguieron su ejemplo. En pocas horas eran libres, porque el sometido no se da cuenta muchas veces de que un hombre armado no puede hacer nada antes cientos de personas.

Espero que las siguientes entregas cumplan mis expectativas y surja la revolución, porque todas las personas tienen su límite y no les importa arriesgar la vida cuando no tienen nada que perder y mucho que ganar. Tal y  como menciona el presidente del Capitolio durante la película, la esperanza es más fuerte que el miedo.

lunes, 16 de abril de 2012

Lo que otros no ven

Mientras él me espera sentado en el banco del parque, yo puedo observarle desde una distancia prudente. Tiene los codos apoyados sobre las rodillas y el cuerpo echado hacia delante, con las mangas del chándal ligeramente remangadas, pero nunca por encima del codo. Intuyo los tatuajes desgastados por el tiempo. Comienza a moverse para sacar del bolsillo el peine que siempre lleva guardado. Sus movimientos son excesivamente lentos, como si para él el tiempo se hubiera detenido. Recuerdo esa sensación, la ausencia de prisa porque nada ni nadie te espera. Peina su pelo con suavidad, como si un movimiento un poco más acelerado pudiera quebrarlo. Examina el peine y retira los cabellos que han caído.

Mira a un lado y a otro con la misma lentitud para comprobar si he llegado ya. No puedo ver sus ojos, pero los intuyo rojos y seguro que parpadea como si de un momento a otro fuera a quedarse dormido. Su piel está más morena que antes y el sol le ha castigado, ha acentuado sus arrugas y parece diez años más mayor de lo que es. No ha sido una buena idea avisarle, querer verle, saber que yo también fui como él.

Se recuesta en el respaldo del banco y cada vez cierra los ojos durante unos segundos más largos que la última. Lleva en la muñeca izquierda la típica gomilla para agarrar folios o cualquier otra cosa. Se ha convertido en un mero complemento porque sus venas siempre están tan hinchadas que no necesita estimularlas, nunca lo necesitó. Puede que tuviera la esperanza de que la cárcel le hubiera cambiado, de que ya no fuera esa persona que se destruía a sí misma, a mí y a todo el que se ponía a su alcance. Si pasara cerca de él, ni me reconocería, pensaría que soy una señora más. Los niños juegan a su alrededor sin reparar en él y la gente camina sin más. No existe para nadie. Es posible que cuando se le pase el colocón ni recuerde por qué estaba en ese parque ni que me estaba esperando. Se acordará de mí cuando no tenga dinero para el siguiente pico, pero yo no volveré a coger el teléfono, porque ya sé lo que tenía que saber. Porque yo sí puedo verle y quiero dejar de hacerlo, como todos los demás.

martes, 10 de abril de 2012

Cuando todo era más fácil

Nos piden sin cesar que maduremos: en nuestro trabajo, en nuestras relaciones...Hacernos adultos. ¿Y cuándo se consigue eso? Algunos dirán que con la mayoría de edad, aunque es curioso que los europeos seamos adultos antes que los americanos según este criterio. Otras entienden que al empezar la Universidad o bien obtener el primer empleo es cuando se consigue. Hay quien, extrañamente, considera que la madurez sexual está unida a la intelectual y que lo importante es el momento en el que se mantienen relaciones sexuales por primera vez. En general, la edad adulta se identifica con la capacidad de asumir más responsabilidades y poder afrontarlas de la mejor forma posible. Y pensando en todo ello, me di cuenta de que para mí se es adulto cuando echas de menos tu infancia, el ser un niño.

Me refiero a esa época en la que tu meta del día puede ser destruir un libro que se jacta de ser irrompible. Cuando destinas tu paga semanal a comprar cromos que cambiarás en el recreo, teniendo que aprender a negociar bien para conseguir toda la colección. Cuando las relaciones eran tan fáciles como "ponerse" y "cortar" si la cosa no iba bien, sin rencores y pudiendo volver a ser amigos con la misma facilidad con la que fuisteis novios. Los cumpleaños se celebraban en el telepizza o cualquier establecimiento similar y la entrega de las invitaciones en clase era todo un acontecimiento en el que se demostraba la popularidad de unos y la marginación de otros. Irte de excursión era todo un evento y tus madres te preparaban la mochila y la indumentaria como si fueras a la guerra. Cuando aún se jugaba a las canicas y se iba a casa de las amigas a jugar a las barbies.

Así que te acuerdas de todo ello con nostalgia y te arrepientes de no haber seguido jugando un par de años más, de tener esas prisas por crecer, porque a esa edad pensamos sólo en lo bueno de ser adultos y olvidamos todas las cargas que conlleva. Nos enfadamos con nuestros padres por ponernos una hora de llegada y siempre acudimos al ejemplo de alguien que se queda hasta más tarde, sin ser conscientes de que también intentaremos que nuestros hijos no crezcan tan rápido como lo hicimos nosotros. Y la verdad es que no podremos hacer nada por impedirlo y también llegará el día en que ellos se hagan adultos , echen de menos su infancia y se pregunten el porqué de esas ganas de crecer. Lo importante es guardar siempre esos recuerdos que nos siguen haciendo sentir como niños.

jueves, 29 de marzo de 2012

He llegado a tiempo

Corría por las calles concurridas de la ciudad. Ya no se paraba a pedir disculpas a las personas contra las que chocaba. Una avería en el metro la había retrasado y no podía llegar tarde, esta vez no. Él sacó el móvil del pantalón para ver la hora. Justo las seis de la tarde y había amenazado con no esperarla, esta vez no. Dudó en llamarla, pero volvió a guardar el teléfono y le concedió cinco minutos de cortesía. Le faltaba el aliento y cruzaba casi sin mirar porque se estaba jugando demasiado. Por eso no vio el coche, sólo sintió un golpe muy fuerte y le pareció como si la hubieran lanzado al espacio, sin gravedad alguna, y ya no había prisa. Su cuerpo quedó tirado sobre el asfalto y el conductor del coche pedía a gritos ayuda. Ella le oía, pero no podía verle, sus ojos estaban deslumbrados por los faros, hasta que la oscuridad lo cubrió todo.

Se despertó rodeada de la nada, el negro predominaba en torno a ella. Comenzó a recorrer ese espacio vacío con paso tímido que poco a poco se fue transformando en una carrera sin sentido. Pedía ayuda a gritos, pero nadie podía oírla porque estaba sola en esa inmensidad, mientras su cuerpo tendido en la cama del hospital se debatía entre la vida y la muerte. Se puso a llorar y recordó a la Alicia de la película de Disney: Cuando los niños se pierden, lo mejor es quedarse sentado hasta que lo encuentren a uno. Se sabía todos los diálogos de esa película, que había visto una y otra vez, así que se sentó en la oscuridad esperando que apareciera un gato risón que le indicara el camino para volver a casa.

Poco a poco fue olvidando por qué corría tanto. Lo cierto es que empezó a perder todos los recuerdos que tenía de la persona que fue un día. Cada vez estaba más cansada y el sueño la invadía, pese a que no quería dormir, por si no podía volver a despertarse nunca. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que llegó a ese lugar extraño y cuando pensó que tal vez si se dormía podría despertar de ese mal sueño, oyó una voz que le resultaba familiar.

Él se marchó a casa cuando pasaron justo los cinco minutos que le había regalado. No paró de mirar el teléfono una y otra vez por si ella llamaba con alguna explicación. El tiempo pasó y no tuvo noticias, así que poco a poco miraba menos el móvil esperando una señal de ella. Un día, coincidió con una amiga que hizo referencia al accidente de coche que sucedió el día en el que habían quedado. Se interesó por todo lo que había pasado y consiguió averiguar el hospital en el que ella estaba.

Entró sigilosamente, como si no quisiera despertarla de ese sueño que duraba meses. Se sentó a su lado y agarró la mano inerte que descansaba sobre las sábanas blancas. No recordaba lo guapa que era. Sus dedos se deslizaron suavemente por los labios ligeramente entreabiertos. Tuvo ganas de arrancar los tubos que invadían su cuerpo como si de hiedra venenosa se tratase. No me dejaste tirado. Sólo tenías que cruzar dos calles más y hubieses llegado. Te había dado cinco minutos más. ¿Por qué no me llamaste? Si me hubieses dicho que llegabas tarde, te hubiese esperado y tú habrías mirado al cruzar...

Ella recordó de pronto todo lo que había pasado: el metro, correr, el coche, a él... Tenía que llegar a tiempo, no podía marcharse de nuevo. Comenzó a correr por esa oscuridad, buscando una salida que no sabía si existía. Lo siento. Él la besó dulcemente y apretó su mano mientras se levantaba muy despacio. Ella gritaba: ¡No te vayas! ¡No puedo perderte otra vez! Una luz cegadora como la de los faros del coche empezó a llenar todo ese vacío y su mano se movió ligeramente, pero él estaba de espaldas. Tiró del pomo de la puerta y cuando fue a girarse para contemplarla por última vez antes de que la desenchufaran de las máquinas, sus ojos estaban abiertos y sus labios susurraban: He llegado a tiempo.