Era un día realmente bonito, con el un sol débil que lo bañaba todo sin que el calor fuera sofocante. Por eso viajaban en el coche con la ventanilla bajada. Le encantaba sentarse junto a ella y mirar el paisaje, a pesar de que estuviera un poco apretado con los dos niños en la parte de atrás. Le había sorprendido mucho esa salida familiar, ya que los últimos meses habían sido un poco duros.
A penas distinguía el paisaje y todo eran claros y oscuros porque había perdido mucha visión. Pero sentía el sol en el rostro y eso le alegraba. Últimamente se sentía inútil en casa y poco querido por los suyos. Era un trasto viejo que se chocaba con los muebles porque no era capaz de verlos. A veces no podía remediarlo y hacía sus necesidades en cualquier parte porque no era capaz de aguantarse. Todas esas cosas exasperaban a su familia, que siempre le reñía y se enfadaba con él.
Pero ahora estaba feliz por estar con ellos. De pronto, el coche paró en la cuneta, cerca de un bosque. Todos bajaron y él también lo hizo, con cierta resignación. Los chicos empezaron a correr y a llamarle: ¡Vamos, Bobby! Él los seguía por todas partes y recogía la pelota cuando se la lanzaban. Le daban palmaditas y abrazos. Después de un rato de risas y diversión, el padre cogió una rama y la tiró con todas sus fuerzas. Bobby corrió tras ella y remoloneó mientras oía a lo lejos: ¡Vamos! ¡Ahora! Antes de que se dé cuenta. La niña lloriqueaba y repetía su nombre entre susurros.
Él se quedó sentado en el suelo con el palo en la boca para no hacer las cosas más difíciles. Un portazo. El motor en marcha y el suave traqueteo del coche que se alejaba. Lentamente se aproximó a la carretera moviendo el rabo. Volvió a sentarse y pensó:
También vosotros os haréis mayores, inútiles, un estorbo. Y os abandonará. Pero en un asilo.