viernes, 25 de noviembre de 2011

Ponte en mi lugar

Odio ese sentimiento, pero a veces es el mejor del mudo. Es como desaparecer por un segundo, sólo uno. A veces pienso que esa sensación se corresponde con la decisión de seguir luchando o la de perder, la de darse por vencido. “Tú ganas”. En alguna ocasión me gustaría decirle eso. “Tú siempre has ganado”. Ganaste cuando dejé mi trabajo para dedicarme en exclusiva a ti. También ganaste cuando decidiste que no era buen momento para tener hijos por todos los gastos que teníamos. Pero el tiempo pasó y él sí que te venció. Ya no puedo tener hijos y es otra excusa que utilizas para martirizarme porque “soy un trasto viejo que ni para dar hijos sirvo”.


Me cuesta respirar. Imagino que la sangre se habrá hecho costra, impidiendo que el aire entre y salga por mi nariz. No me apetece acercar la mano para comprobarlo. Sólo espero que no me haya vuelto a romper el tabique nasal. A veces me parece que estoy deformada, que los golpes me han hecho una cara nueva, una cara horrible. También puede ser que me vea como un monstruo por vivir así, por seguir a su lado. ¿Quién tiene más culpa: la víctima o el verdugo? Claramente, el verdugo. Pero, ¿y si la víctima lo consiente? Cuántas veces habré pensado en ser yo el verdugo, literalmente o de forma figurada. He planeado mil formas de matarle: mientras duerme, envenenándole la comida, contratando a un sicario… Y otras veces imagino que le abandono. Hago las maletas, saco el dinero del banco y me voy lejos, tan lejos que ni se me ocurre a dónde ir. Pero al final no hago nada. Soy como el preso que no para de soñar con lo que hará cuando salga o idea un plan de fuga o piensa cómo sería todo si no estuviera en prisión. Tal vez tengamos mucho en común ese preso y yo.

La boca me sabe a sangre. Ese sabor salado que empalaga y te da sed. Despego ligeramente los labios y noto cómo un hilo de saliva mezclada con sangre cae al suelo. Ploff. Un pequeño charco más que limpiar cuando tenga fuerzas para levantarme. Con los años he aprendido a no dejar secar las manchas de sangre para no tener que arrodillarme y frotarlas. Luego me duele la espalda de estar en esa postura. Incluso las alfombras se quedan como nuevas con un buen lavado si conoces el truco de echar almidón en polvo sobre la mancha antes de meter la prenda en la lavadora. Es muy eficaz.

Ya no lloro. Hace años que no lloro. Antes me pillaba unos berrinches tremendos durante y después de la paliza. Ya no lo hago. Sé que no sirve de nada. Lo único que logras es tener los ojos rojos e hinchados al día siguiente, si tienes la suerte de que no estén morados por algún puñetazo. También dejé de hacerlo porque me dolía. Las lágrimas de impotencia son las que más dañan porque salen del alma, salen de dentro. Yo he llegado a vomitar de la congoja que tenía, de lo insoportable que era llorar tanto con el cuerpo dolorido por los golpes. Por eso dejé de llorar. Ya no lo hago ni si quiera cuando me siento sola, cuando creo que soy la mujer más desgraciada del mundo.

Conforme pasan las horas vas notando los sitios en los que aparecerán los moratones. Es una sensación extraña. Parece que sientes latir, palpitar, el lugar exacto del golpe. A veces te arde, es como si quemara. Entonces pienso en la ropa que me pondré para que no se vean. Pantalón largo para las piernas, camisa o jersey para los brazos… ¿Y para la cara? Muchas usan gafas de sol, pero a mí nunca me gustaron y se disimula muy mal. El maquillaje… no siempre es eficaz.

Tras todas esas ideas llega el momento de dejar paso a la imaginación: las mentiras que contarás a las vecinas. Cuanto más absurda sea la mentira, mejor. A veces me río yo misma de mis historias. Es mi pequeño hobby con el que puedo crear lo que yo quiera. Es la actividad más triste y patética del mundo, pero en mi situación no se puede esperar otra cosa.

Esta vez no he perdido el sentido. Algo es algo. Alguna vez he estado horas dormida en el suelo y cuando él volvía y me veía ahí tirada, volvía a enfadarse y de nuevo llovían los golpes. En esos momentos, los daba sin ganas, como si estuviera cansado de tener que pegarme y yo no me quejaba a penas, tampoco tenía ganas de hacerlo. A veces pienso que es algo mecánico. Él tiene un problema y me pega. Yo sé que él tiene un problema y que lo pagará conmigo. Cada uno tiene asumido su papel en esta historia. Ya quedaron atrás los días en los que me defendía con uñas y dientes hasta que perdía el sentido y entonces me convertía en su saco de boxeo, dócil y sin oposición. También pasaron los días en los que concentraba todo mi odio en él mientras me golpeaba. Tal vez pensaba que odiándole tanto un día reventaría por arte de magia y todo acabaría. Pero no era así. Ahora sólo me resigno, acepto lo que hay y a veces, sólo a veces, me permito desear que él se ponga en mi lugar. Me encantaría que lo hiciera.

¿Sabes ponerte en mi lugar? Lo dudo, lo dudo mucho. No podría hacerlo de ninguna de las dos maneras, ni de la física ni de la mental. Jamás soportaría todos los maltratos y vejaciones que yo he sufrido. No habría sido capaz de levantarse del suelo y coger un taxi hasta el hospital para que le curaran las heridas. Aprendí a curarme yo sola al poco tiempo. Pero claro, los huesos rotos requieren asistencia médica. Él no podría mentir a los médicos y a la policía cuando observan lesiones anteriores. Nunca se le hubiese ocurrido ir a distintos hospitales para levantar menos sospechas. ¿Pero sabes lo peor de todo? En la vida podrá entender lo que siento cuando me golpea. La tristeza que me mata más que las miles de lesiones que pueda hacerme. Los insultos que se me quedan grabados en la mente. Las pesadillas constantes que me hacen levantarme bañada en sudor porque creo que me mata, que me asfixia. Nunca podrá llorar todo lo que lo he hecho yo porque él no puede sentir lo que yo he sentido. Él no siente. Sólo tiene odio y rabia acumulados, que descarga sobre mí. Así que da igual que yo desee que se ponga en mi lugar. Él nunca lo hará.

Siento el frío suelo que me calma el dolor. Es la mejor posición, con la mejilla sobre las baldosas. Así puedo ver sus pies cuando se aleja y sentir sus pasos por el pasillo hasta oír el sonido sordo del portazo de la puerta. Si pasan las horas suficientes, probablemente las que ya lleve, podría volver a repetirse el portazo, las pisadas y ver sus zapatos negros frente a mí. No me dignaría ni a levantar la mirada para ver su expresión. Esa mezcla entre enfado, asco y cansancio por volver a tener que pegarme porque no he sido capaz ni de levantarme. Pero ya todo me da igual. No me importa.

Voy a seguir tirada en el suelo, sintiendo el frío de los azulejos en mi cuerpo y con los ojos cerrados, haciendo un intento de dormir o descansar. Y esperando que mientras lees estas palabras no te sientas identificada. Sólo espero que no estés en mi lugar.

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