Le gustaba caminar de noche. Recorrer la ciudad en esas horas en las que los trabajadores ya han vuelto a casa y los trasnochadores aún no han salido. Las calles estaban prácticamente vacías y ella se sentía sola, muy sola en esa inmensidad de la urbe.
Andaba sin rumbo fijo y observaba a los pocos transeúntes que se cruzaban en su camino. Las luces de los escaparates le atraían y a veces levantaba la vista al cielo en busca de las escasas estrellas que conseguían superponerse a las luces artificiales de la ciudad. Entonces, sin motivo aparente, las lágrimas comenzaba a nacer tímidamente en sus ojos y ella las tragaba con fuerza, como si de cristales rotos se trataran.
Podía caminar hasta que le dolían las rodillas y sentía los pies hinchados, indicándole que era el momento de volver a casa. Cuando ya le quedaba poco para regresar al calor hogareño, el cansancio acumulado caía sobre ella y sentía que iba a derrumbarse de un momento a otro. En el instante en el que el llanto la iba a desbordar, soplaba siempre un fuerte viento que parecía querer atravesarla para arrancarle esa terrible enfermedad que la estaba comiendo por dentro. Y en ese preciso instante desaparecía la soledad y sólo podía alegrarse de estar allí. Dar gracias porque aún estaba viva.
No hay nada más reconfortante que pasear de noche por las calles vacías de una gran ciudad.
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