No podía dejar de mirar los ojos vacíos de la estatua de mármol de Atenea, como si produjeran en ella una fuerza irresistible. Esa mirada la hacía sentir insignificante y sola, como si le quitara toda su felicidad para dejarla igual que las cuencas de esos ojos: vacía. Miró hacia un lado y hacia el otro. Estaba rodeada de estatuas de mármol de grandes emperadores y dioses griegos que parecían juzgar su insignificancia desde sus enormes pedestales.
Su respiración se aceleró, al igual que los latidos del corazón. Parecía que no le llegaba suficiente aire y todo giraba demasiado deprisa a su alrededor. Quiso sentarse en el suelo, pero no podía apartar la mirada de esos malditos ojos de Atenea, hasta que todo se volvió demasiado oscuro. Posiblemente, había sido absorbida por ellos.
Se despertó tumbada en el suelo y sintió que estaba empapada en su sudor. Un grupo de extraños la rodeaban y un señor muy amable le preguntaba si se encontraba mejor. Sí, sólo ha sido otro ataque más a causa de mi mortalidad, de mi existencia finita. Cada vez son más frecuentes.