Corría por las calles concurridas de la ciudad. Ya no se paraba a pedir disculpas a las personas contra las que chocaba. Una avería en el metro la había retrasado y no podía llegar tarde, esta vez no. Él sacó el móvil del pantalón para ver la hora. Justo las seis de la tarde y había amenazado con no esperarla, esta vez no. Dudó en llamarla, pero volvió a guardar el teléfono y le concedió cinco minutos de cortesía. Le faltaba el aliento y cruzaba casi sin mirar porque se estaba jugando demasiado. Por eso no vio el coche, sólo sintió un golpe muy fuerte y le pareció como si la hubieran lanzado al espacio, sin gravedad alguna, y ya no había prisa. Su cuerpo quedó tirado sobre el asfalto y el conductor del coche pedía a gritos ayuda. Ella le oía, pero no podía verle, sus ojos estaban deslumbrados por los faros, hasta que la oscuridad lo cubrió todo.
Se despertó rodeada de la nada, el negro predominaba en torno a ella. Comenzó a recorrer ese espacio vacío con paso tímido que poco a poco se fue transformando en una carrera sin sentido. Pedía ayuda a gritos, pero nadie podía oírla porque estaba sola en esa inmensidad, mientras su cuerpo tendido en la cama del hospital se debatía entre la vida y la muerte. Se puso a llorar y recordó a la Alicia de la película de Disney: Cuando los niños se pierden, lo mejor es quedarse sentado hasta que lo encuentren a uno. Se sabía todos los diálogos de esa película, que había visto una y otra vez, así que se sentó en la oscuridad esperando que apareciera un gato risón que le indicara el camino para volver a casa.
Poco a poco fue olvidando por qué corría tanto. Lo cierto es que empezó a perder todos los recuerdos que tenía de la persona que fue un día. Cada vez estaba más cansada y el sueño la invadía, pese a que no quería dormir, por si no podía volver a despertarse nunca. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que llegó a ese lugar extraño y cuando pensó que tal vez si se dormía podría despertar de ese mal sueño, oyó una voz que le resultaba familiar.
Él se marchó a casa cuando pasaron justo los cinco minutos que le había regalado. No paró de mirar el teléfono una y otra vez por si ella llamaba con alguna explicación. El tiempo pasó y no tuvo noticias, así que poco a poco miraba menos el móvil esperando una señal de ella. Un día, coincidió con una amiga que hizo referencia al accidente de coche que sucedió el día en el que habían quedado. Se interesó por todo lo que había pasado y consiguió averiguar el hospital en el que ella estaba.
Entró sigilosamente, como si no quisiera despertarla de ese sueño que duraba meses. Se sentó a su lado y agarró la mano inerte que descansaba sobre las sábanas blancas. No recordaba lo guapa que era. Sus dedos se deslizaron suavemente por los labios ligeramente entreabiertos. Tuvo ganas de arrancar los tubos que invadían su cuerpo como si de hiedra venenosa se tratase. No me dejaste tirado. Sólo tenías que cruzar dos calles más y hubieses llegado. Te había dado cinco minutos más. ¿Por qué no me llamaste? Si me hubieses dicho que llegabas tarde, te hubiese esperado y tú habrías mirado al cruzar...
Ella recordó de pronto todo lo que había pasado: el metro, correr, el coche, a él... Tenía que llegar a tiempo, no podía marcharse de nuevo. Comenzó a correr por esa oscuridad, buscando una salida que no sabía si existía. Lo siento. Él la besó dulcemente y apretó su mano mientras se levantaba muy despacio. Ella gritaba: ¡No te vayas! ¡No puedo perderte otra vez! Una luz cegadora como la de los faros del coche empezó a llenar todo ese vacío y su mano se movió ligeramente, pero él estaba de espaldas. Tiró del pomo de la puerta y cuando fue a girarse para contemplarla por última vez antes de que la desenchufaran de las máquinas, sus ojos estaban abiertos y sus labios susurraban: He llegado a tiempo.