Simón iba todos los años en vacaciones a casa de sus abuelos. Al llegar a la acera de enfrente de su casa, siempre se agachaba para coger una pequeña margarita que crecía entre dos baldosas. La contemplaba bajo el sol como si fuera la creación más perfecta de la humanidad, porque su sencillez y pureza era absoluta. Sin embargo, Simón fue creciendo y las visitas a los abuelos se fueron reduciendo cada vez más. Llegó hasta el punto de olvidar a esa margarita que nacía entre dos baldosas y la pisoteaba al andar, sin reparar en su existencia.
Los abuelos de Simón murieron a una edad avanzada, podría decirse que de viejos, ya que su maltrecha memoria provocó que olvidaran cortar el gas y se durmieron para siempre. Todos se apenaron mucho por estas muertes, pero Simón pensó que era bonito que dejaran este mundo juntos, porque él nunca vio a nadie quererse tanto. Si no hubiera pasado esta desgracia, el que sobreviviera al otro, habría muerto de pena. Cuando bajó del coche y puso sus pies en la acera, su mirada bajó hasta la margarita que crecía más bonita que nunca en el hueco entre las dos baldosas. Sonrió instintivamente. Se agachó lentamente y la arrancó para observar ese blanco tan puro con su corazón amarillo. No lo pensó dos veces y se fue a la floristería.
Tras el funeral y el consiguiente entierro, todos se fueron retirando de la tumba poco a poco hasta que Simón se quedó solo. Podía parecer extraño ver a un joven delante de una tumba con una media sonrisa en la cara, pero se debía a la corona de flores que les había regalado a sus abuelos. Se trataba de una hermosa y gran corona de margaritas atravesada por una banda blanca en la que ponía: "Vuestra sencillez os hacía hermosos".