lunes, 16 de abril de 2012

Lo que otros no ven

Mientras él me espera sentado en el banco del parque, yo puedo observarle desde una distancia prudente. Tiene los codos apoyados sobre las rodillas y el cuerpo echado hacia delante, con las mangas del chándal ligeramente remangadas, pero nunca por encima del codo. Intuyo los tatuajes desgastados por el tiempo. Comienza a moverse para sacar del bolsillo el peine que siempre lleva guardado. Sus movimientos son excesivamente lentos, como si para él el tiempo se hubiera detenido. Recuerdo esa sensación, la ausencia de prisa porque nada ni nadie te espera. Peina su pelo con suavidad, como si un movimiento un poco más acelerado pudiera quebrarlo. Examina el peine y retira los cabellos que han caído.

Mira a un lado y a otro con la misma lentitud para comprobar si he llegado ya. No puedo ver sus ojos, pero los intuyo rojos y seguro que parpadea como si de un momento a otro fuera a quedarse dormido. Su piel está más morena que antes y el sol le ha castigado, ha acentuado sus arrugas y parece diez años más mayor de lo que es. No ha sido una buena idea avisarle, querer verle, saber que yo también fui como él.

Se recuesta en el respaldo del banco y cada vez cierra los ojos durante unos segundos más largos que la última. Lleva en la muñeca izquierda la típica gomilla para agarrar folios o cualquier otra cosa. Se ha convertido en un mero complemento porque sus venas siempre están tan hinchadas que no necesita estimularlas, nunca lo necesitó. Puede que tuviera la esperanza de que la cárcel le hubiera cambiado, de que ya no fuera esa persona que se destruía a sí misma, a mí y a todo el que se ponía a su alcance. Si pasara cerca de él, ni me reconocería, pensaría que soy una señora más. Los niños juegan a su alrededor sin reparar en él y la gente camina sin más. No existe para nadie. Es posible que cuando se le pase el colocón ni recuerde por qué estaba en ese parque ni que me estaba esperando. Se acordará de mí cuando no tenga dinero para el siguiente pico, pero yo no volveré a coger el teléfono, porque ya sé lo que tenía que saber. Porque yo sí puedo verle y quiero dejar de hacerlo, como todos los demás.

martes, 10 de abril de 2012

Cuando todo era más fácil

Nos piden sin cesar que maduremos: en nuestro trabajo, en nuestras relaciones...Hacernos adultos. ¿Y cuándo se consigue eso? Algunos dirán que con la mayoría de edad, aunque es curioso que los europeos seamos adultos antes que los americanos según este criterio. Otras entienden que al empezar la Universidad o bien obtener el primer empleo es cuando se consigue. Hay quien, extrañamente, considera que la madurez sexual está unida a la intelectual y que lo importante es el momento en el que se mantienen relaciones sexuales por primera vez. En general, la edad adulta se identifica con la capacidad de asumir más responsabilidades y poder afrontarlas de la mejor forma posible. Y pensando en todo ello, me di cuenta de que para mí se es adulto cuando echas de menos tu infancia, el ser un niño.

Me refiero a esa época en la que tu meta del día puede ser destruir un libro que se jacta de ser irrompible. Cuando destinas tu paga semanal a comprar cromos que cambiarás en el recreo, teniendo que aprender a negociar bien para conseguir toda la colección. Cuando las relaciones eran tan fáciles como "ponerse" y "cortar" si la cosa no iba bien, sin rencores y pudiendo volver a ser amigos con la misma facilidad con la que fuisteis novios. Los cumpleaños se celebraban en el telepizza o cualquier establecimiento similar y la entrega de las invitaciones en clase era todo un acontecimiento en el que se demostraba la popularidad de unos y la marginación de otros. Irte de excursión era todo un evento y tus madres te preparaban la mochila y la indumentaria como si fueras a la guerra. Cuando aún se jugaba a las canicas y se iba a casa de las amigas a jugar a las barbies.

Así que te acuerdas de todo ello con nostalgia y te arrepientes de no haber seguido jugando un par de años más, de tener esas prisas por crecer, porque a esa edad pensamos sólo en lo bueno de ser adultos y olvidamos todas las cargas que conlleva. Nos enfadamos con nuestros padres por ponernos una hora de llegada y siempre acudimos al ejemplo de alguien que se queda hasta más tarde, sin ser conscientes de que también intentaremos que nuestros hijos no crezcan tan rápido como lo hicimos nosotros. Y la verdad es que no podremos hacer nada por impedirlo y también llegará el día en que ellos se hagan adultos , echen de menos su infancia y se pregunten el porqué de esas ganas de crecer. Lo importante es guardar siempre esos recuerdos que nos siguen haciendo sentir como niños.