jueves, 25 de noviembre de 2010

Diario de un niño muerto

Hoy mamá se ha puesto a llorar porque papá la ha acusado de vaga e incompetente, pero ella se ha repuesto después de un tiempo de amargura y ha seguido haciendo las cosas de casa y ocupándose de papá como siempre. ¿Acaso papá no entiende que mamá se cansa más porque tiene que tirar de los dos? A pesar de todo el cansancio acumulado durante la larga jornada, mamá siempre tiene tiempo para tumbarse y acariciarme, sintiendo cómo su barriga crece y yo con ella.

Hoy papá y mamá han ido a ver a la doctora y se han alegrado mucho al saber que soy un niño. La verdad es que no sé si les hubiese importado que no lo fuera, pero tampoco me he preocupado mucho por ello. Papá ha llevado a mamá a tomar un helado para celebrarlo y no ha parado de mimarla y acariciarme. Por fin he notado a mamá feliz y tranquila. Espero que esta calma dure mucho tiempo porque no quiero que mamá llore más.

Hoy el tiempo de paz se ha roto. Después de algo más de un mes sin peleas, pero con un cierto declive de cariño desde que fuimos a ver a la doctora, papá ha explotado. Se enfadó porque mamá tardó mucho en ponerle la cena, porque estaba haciendo unos ejercicios para mi correcto desarrollo, y papá llegaba tarde al trabajo. Así que, tras la espera y ver que, además, no le gustaba la comida, decidió tirarle el plato a mamá. Menos mal que mamá tiene buenos reflejos y consiguió esquivarlo, pero no pudo librarse de los gritos y de los insultos, que la llevaron a encerrarse en el cuarto de baño. Papá debió de olvidar que llegaba tarde, porque no le importó aporrear la puerta para que mamá abriera mientras continuaba insultándola. Por fin se fue, pero mamá continuó mucho tiempo llorando dentro de la bañera, y yo con ella, porque su pena es mi pena.

Hoy papá ha vuelto a las andadas. Al llegar a casa ha encontrado a mamá hablando por teléfono y no ha sido capaz de pedirle por cuarta vez que colgase el teléfono, porque para él es más fácil utilizar la ley del más fuerte. Así que, tras pedírselo amablemente la primera vez, la segunda ya ha empleado su tono rudo y la tercera ha decidido gritar. A mamá no le ha dado tiempo de darse cuenta de lo que le venía encima, ya que papá, en vez de pedirle una vez más que colgase, ha optado por arrancar el teléfono y gritar. No sé por qué, pero mamá decidió plantarle cara y le dijo que estaba loco. No creo que vuelva a hacer alarde de valor, porque ese comentario le costó un golpe con el auricular en la cabeza, un empujón que nos hizo caer al suelo y, una vez allí, un bofetón. Por suerte, la amiga de mamá llegó a casa temiéndose que algo malo había pasado y cuando llamó a la puerta, papá se tranquilizó en cierto modo, abrió y se fue.

Al llegar la noche, regresó con regalos, disculpas y promesas de cambiar. ¿Mamá no sabe que las promesas están para romperlas? Por lo menos en el caso de papá. Me he enfadado mucho con mamá por aceptar todo lo que papá le ofrecía, pero imagino que ella pensará que es lo mejor para todos, lo mejor para mí.

Hoy mamá me ha demostrado que yo tenía razón. Papá se ha vuelto loco buscando por toda la casa unos papeles para el trabajo y cuando le ha preguntado a ésta, ella le contestó que pensaba que no servían y que los había tirado a la basura. La reacción de papá ha sido rápida: la ha cogido por el pelo y la ha empujado hasta el pasillo, mientras la llevaba arrastrando del pelo hacia la cocina. Una vez allí, papá la ha tirado al suelo y ha metido la cabeza de mamá en el cubo de basura. Yo tenía mucho miedo, porque mi casa, la barriga de mamá, no paraba de temblar como si se fuera a venir abajo. Mientras, papá le chillaba a mamá que buscara los papeles en la basura y mamá obedeció, acordándose de lo que ocurrió la otra vez. Me sentía impotente, con ganas de gritarle a papá y de exigirle que parase, pero a mí nadie me oía. Por fin, mamá encontró los papeles y pensé que todo iba a acabar ahí, pero papá vio que los papeles estaban manchados y golpeó la cabeza de mamá contra el suelo. Después comenzó a pegarle patadas en la espalda y, a pesar de que mamá estaba algo aturdida por el golpe en la cabeza, no paraba de cubrirse la barriga por si alguna patada era recibida por mí. En un breve descanso de la paliza, mamá se arrastró por el suelo intentando huir, pero papá la golpeó de nuevo y su barriga dio contra la esquina de la puerta. Todo se volvió negro.

Cuando volví en mí, me di cuenta de que estábamos en el hospital y que el doctor no paraba de preguntar a mamá qué le había pasado, mientras ella sólo lloraba en silencio y mi padre inventaba excusas que nadie creía. El resultado de la paliza fue que mamá tenía que pasar el resto del embarazo en absoluto reposo... y mi total odio hacia papá.

Hoy papá ha vuelto a perder los nervios porque mamá se pasa todo el día tumbada y necesita que papá le traiga las cosas. Así que, una de estas veces, papá le trajo un yogur que a mamá no le gusta y probó sin darse cuenta, por lo que su reacción fue de asco. Para papá fue la gota que colma el vaso y le tiró a mamá el yogur y las demás cosas que había en la bandeja a la cara, y comenzaron sus habituales insultos. Mamá se dio cuenta de lo que se avecinaba y se levantó con dificultad, para irse de la casa; pero papá se lo impidió con su habitual agarrón de pelo. Comenzó la discusión y papá le echó en cara a mamá que estaba todo el día en la cama y que él era su esclavo. Mamá perdió los nervios y decidió hacer nuevo alarde de valentía y le dijo que si estaba así era por su culpa. Entonces vino la lluvia de golpes: en la cara, en la espalda, en la barriga... acompañados de insultos y de frases que aseguraban que él no quería que me pasase nada, pero no se daba cuanta de que mamá estaba luchando por salir de casa, que gritaba y, sobre todo, que también me estaba pegando a mí, a pesar de que mamá intentaba impedirlo. Todo mi mundo se movía como si se fuera a ir a pique. La barriga de mamá sufría espasmos y el miedo se apoderó de mí.

Hoy hemos ido al hospital porque mamá tenía una fuerte hemorragia después de la paliza. Y yo tenía mucho sueño, me sentía muy cansado.

Hoy, después de siete meses, papá no me dejó vivir.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Cuando quieras bajas el telón

Parece que tiene la sonrisa dibujada en la cara. Como el que se pone un jersey o el abrigo al salir de casa. A mí lo que me interesan son sus ojos. Ver si sonríen o no. Puede que por eso haya preferido comer en la terraza, para no tener que quitarse esas gafas de sol. Y a pesar de todo, puedo intuir los ojos tristes tras el cristal. Iguales que la última vez que los vi. Tal vez piense que si se las quita sería como darse por vencida, como si yo hubiese ganado.

¿No le duele la cara de sonreír tanto? Todo el tiempo está gesticulando y moviendo las manos para dar más énfasis a sus historias. Ni si quiera ha reparado en que yo sonrío poco. No le regalo mis risas, sólo se las doy cuando se las merece. No llevo gafas que oculten las ojeras de las noches en las que no he dormido pensando en lo nuestro.

Sigue interpretando su papel sin importarle nada de lo que pase a su alrededor. Coloco mi mano encima de la mesa, mientras pienso en lo mucho que me apetece coger una de sus manos nerviosas que hacen piruetas en el aire para interpretar su absurda conversación. Y entonces lo hago, sin más. Le agarro la mano y le digo: "Yo también te he echado de menos".